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Artículo (pdf): Q. Racionero & M. C. Melero, «¿Es posible pensar una renovación del ideal democrático desde la crítica postmoderna?»

Artículo de Quintín Racionero y Mariano C. Melero donde se examinan «las propuestas ético-políticas de la filosofía postmoderna». Se discute si pueden adquirir una figura positiva o se agotan en la crítica al proyecto político ilustrado; para ello se pasa a analizar las implicaciones que en tres autores postmodernos (Rorty, Foucault, Derrida) tendría algo así como una «propuesta ético-política». Posteriormente, se discuten las aportaciones que una teoría postmoderna podría ofrecer al pensamiento político-democrático contemporáneo, analizando las propuestas efectivas de la llamada «democracia radical» o «democracia agonística» (Chantal Mouffe, William Connolly). Ya hemos reseñado aquí, hace tiempo, otros artículos de Racionero acerca del estatuto de la postmodernidad: “No después sino distinto. Notas para un debate sobre ciencia moderna y postmoderna” y “El escupitajo de luna o de esmeralda de los filósofos. Algunas notas más sobre ciencia moderna y postmoderna”. Asimismo, también hemos comentado su reseña sobre «el escándalo Sokal».

De este análisis se desprenden varios rasgos, que no sólo describen, a nuestro parecer, adecuadamente los ideales de la postmodernidad, sino que, sobre todo, eliminan de raíz algunos de los tópicos más repetidos en la querella entre modernos y postmodernos. Por mor de la brevedad, resumiremos tales rasgos en tres puntos, que reproducen en síntesis la argumentación más detallada que hemos propuesto en un anterior escrito. Son los que siguen.
1) El rechazo de la consideración según la cual cada nueva etapa histórica implica la objetivación de un modo concreto (y sólo uno) de organización de las posibilidades disponibles rompe con él dogma central de la Ilustración que afirma la existencia de un proceso histórico único, cuyo sujeto sería la humanidad en su conjunto y en el que la multiplicidad de las culturas estaría ociJtando una genuina «Cultura de la Razón» capaz de promulgar normas válidas para toda cooperación social basada en principios universales y necesarios. Contrariamente a este punto de vista, si se admite que las posibilidades en cada momento abiertas permanecen en su pluralidad y diferencia originarias, la multiplicidad de culturas – o de opciones vitales dentro de una misma cultura— sería entonces el hecho genuino (esto es, ontológicamente primario) en el despliegue de la historia, la cual, por ello, sólo debería ser evaluada de acuerdo con las normas locales y contingentes promulgadas por una heterogeneidad sincrónica de sujetos históricos efectivos.
En orden a la concepción de la ética y la política que puede apoyarse sobre esta base, es claro, entonces, que ningún sistema o régimen de usos públicos o privados tiene capacidad -y, menos aún, legitimidad- para concebirse a sí mismo como preferible a todos los otros en virtud de una fundamentación que suponga la clausura de esa midtiplicidad contingente de valores (y, por ello mismo, de opciones), cuya consistencia ontológica se da siempre unida a su condición local. Ahora bien, debe entenderse que esto no implica renuncia alguna a juzgar sobre la preferibilidad de los sistemas y regímenes éticos y políticos vigentes. Implica sólo, según los pensadores postmodernos, 1°, que las diferencias que introducen deben estimarse como igualmente primordiales, sin que (como escribe Foucault) la realidad muestre, para ninguno de ellos, «evidencias a su favor»; 2°, que, consecuentemente, hay que admitir que las opciones axiológicas son siempre neutras desde el punto de vista ontológico y que entre ellas existe una cierta inconmensurabilidad de raíz que impide, como antes hemos dicho, todo planteamiento esencialista en el plano de la fundamentación; y, 3°, que, por tanto, la preferibilidad tiene que basarse, entonces, en otras razones que dejen al margen, o incluso que positivamente obstruyan, la posibilidad de la extensión universal de cualesquiera propuestas que no resulten de un accidentalismo conscientemente aceptado.
2) El análisis que precede involucra que, para el punto de vista postmoderno, la pluralidad de las culturas, o de opciones vitales dentro de una misma cultura, tiene el valor de un hecho empírico, que simplemente no se deja absorber por las supuestas obligaciones de una Razón universal no susceptible de experiencia. Pero hay que subrayar, además, que si un tal hecho es juzgado así —y, por cierto, en una forma que la gran mayoría de los pensadores postmodernos estima como irreversible-, ello es en virtud de lo que juzgan ser la situación propia de nuestro mundo; o sea, a saber: la que corresponde a la emergencia de las tecnologías de la comunicación, las cuales, con su práctica suspensión de las fronteras del espacio y el tiempo, convierten en inimaginable cualquier regreso a una interpretación de la historia fundada en esquemas de unidad y continuidad. Esto permite comprender por qué los pensadores postmodernos conceden tanta importancia al examen de la lógica de las representaciones, a las que otorgan el estatuto de realidad de cara a la comprensión de los acontecimientos que forman la sustancia del mundo. Y también, al mismo tiempo, por qué mantienen una actitud —a veces considerada como paradójica-, según la cual favorecer la presencia en condiciones iguales de los imaginarios diferenciadores de las comunidades humanas tiene por objeto implementar, no obstaculizar, la capacidad de resistir la expansión de unos sistemas de representación sobre otros, juzgando ahora que éste es, en rigor, el nuevo escenario de la lucha de clases.
En orden, de nuevo, a la concepción de la ética y la política que se desprende (o puede derivarse) de estos planteamientos, es importante comprender que si ellos refuerzan, por una parte, el valor de la pluralidad como instancia ontológica de nuestra imagen del mundo, por otra parte -y de un modo converso y complementario a lo que antes hemos sostenidolimitan su, por así decir, «estado de naturaleza», abriendo un espacio a lo que a partir de ese instante habría que entender ya como el signo de identidad específico de la ética y la política postmodernas. El punto aquí es que, 1°, una vez aceptado que la noción de pluralidad de «culturas» o de «opciones vitales dentro de una misma cultura» constituye un hecho empírico, de naturaleza ontológica, no puede olvidarse que, de todos modos, tal hecho presupone siempre maniobras históricamente concretas de cierres parciales sobre el plexo de posibilidades abiertas en cada momento (en cada «ahora» de una modernidad siempre constante); 2°, que, por tanto, ellos mismos, tales cierres, carecen de legitimación necesaria, de suerte que se autoaflrman también con carácter contingente o, lo que es igual, con carácter provisorio y revisable, y, 3°, que por ello, en fin, toda operación que busque convertirlos en vínculos o esquemas «constitutivos» de la personalidad de grupos humanos determinados no puede interpretarse, según advertimos más arriba, más que como una nueva operación esencialista, destinada a perpetuar el paradigma moderno sobre la base de fragmentar la noción de sujeto histórico, aunque sin cambiar su naturaleza metafísica y, consecuentemente, su aspiración a fiandar sobre ella el cómputo de las creencias morales y los comportamientos políticos.
3) Este desmarque respecto de lo que, por oposición al «pluralismo ontológico» del que venimos hablando, podríamos llamar «pluralismo esencialista» o «metafísico» priva de validez a una de las objeciones que con más frecuencia se hace a la filosofía postmoderna. Porque, en efecto, sólo si la postmodernidad interpretara la pluralidad que se abre a la experiencia histórica como un mapa ya constituido de configuraciones culturales dadas, por ello mismo no susceptibles de transformación ni interrelación, tendría sentido hablar, con respecto a ella, de «relativismo moral» o de «particularismo político», uno y otro considerados como fronteras rígidas para la construcción posible de acciones prácticas con pretensión de universalidad. Lo cierto es, sin embargo, que el pensamiento postmoderno no ve en la afirmación del carácter ontológico de la pluralidad un obstáculo para la posibilidad de una praxis capaz de producir programas de inter-traducción (siquiera parcial) de las creencias, o de elaborar modelos pactados, incluso con pretensiones hipotéticamente universales, para el reconocimiento de la validez. Y esto es algo, obviamente, que implica, no que se acepte el relativismo (o, de acuerdo con Habermas, el irracionalismo) como la situación propia del pluralismo ontológico, sino que se modifique el concepto de racionalidad que de hecho subyace y que, por ello, debe adaptarse a un tal pluralismo.
El tercero de los rasgos que, de acuerdo con nuestro análisis, caracteriza a la filosofía postmoderna responde a esta condición básica. Los pensadores postmodernos, tomados en conjunto, amplían el significado tradicional de racionalidad, reconociendo que su tarea consiste en fijar, no sólo, y no primariamente, los requisitos correctos (de orden sintáctico y semántico) propios de la descripción de los hechos del mundo, sino también, y con carácter condicionante, las estructuras (en este caso de orden pragmático) que determinan los usos epistémicos y axiológicos puestos en cada momento en juego por las comunidades humanas y en cuyo ajuste o, eventuaimente, en cuya construcción pactada se cifra la posibilidad de la comunicación.
La filosofía postmoderna implica una fiíerte apuesta a favor de los modelos pragmáticos y comunicativos sobre los modelos semánticos, referenciaÍes y, en último término, cientifistas de la racionalidad. Ahora bien, también
en este punto hay que subrayar que, si se adopta este punto de vista, de él se siguen consecuencias para la concepción de la ética y la política. La elección de aquellos primeros modelos ha hecho ciertamente que la postmodernidad y el llamado «giro pragmático» de la filosofía actual puedan considerarse como fenómenos coextensivos. Pero, entonces, de esta convergencia básica se desprende, 1°, que, a falta de un fundamento común —i.e. de un metadiscurso de la justificación racional- capaz de calificar el valor de las acciones con carácter unificado, los juicios éticos y las prácticas políticas se hallan en la obligación de conformarse a los esquemas del diálogo como única pauta responsable de conducta; 2°, que, a tenor de esto, lo que se entiende aquí por diálogo no tiene, entonces, que ver con una fiínción meramente instrimiental (o procedimental), sino con la significación del acto valorativo o deliberativo que él mismo pone en marcha, lo cual involucra que ni siquiera las reglas de procedimiento pueden excluirse del marco de negociaciones y transferencias en que se cifra y con las que se ejecuta el diálogo; y, 3°, que, por todo ello, lejos de retraerse (como suele decirse) ante las prácticas vigentes en cada medio particular, la concepción postmoderna de la ética y la política impone una voluntad intervencionista, tanto en el nivel de los sujetos como de las prácticas, que sólo puede satisfacerse, según analizaremos luego, a través de propuestas específicas de intensificación o radicalización de la democracia.

Artículo (pdf): Quintín Racionero & Mariano C. Melero, ¿Es posible pensar una renovación del ideal democrático desde la crítica postmoderna?
En: Cuaderno gris, Nº. 9 (2007), pags. 273-314.

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